lunes, 14 de febrero de 2011

Soñar no cuesta nada.

Sueño que despierto.

Despierto, recito mi lista de bendiciones de todos los días: "gracias Dios por regalarme un día mas, gracias por cuidar a la gente que quiero, gracias por mi madre, por mis hermanos, mi esposa y mis hijas..."

Estiro la pierna derecha a oscuras y atino a la chancla. Me calzo las dos y me levanto.

Es un día como muchos, a los que estoy tan acostumbrado que encuentro rutinario a más no poder. Observo el mar ondeando levemente bajo la tenue brisa. El sol quiere empezar a coquetear con la punta de las palmeras que mi esposa tanto insistió en que sembráramos alrrededor de la alberca, que también insistió y fue inflexible en que fuera infinity. Una palmera crece en promedio un metro por año, de modo que viendo estas calculo que sería en el 2000 que se plantaron. Bajar un coco es una pesadilla, de modo que cuando mis hijas me pedían cocos casi siempre acabé comprándolos.
No sé cómo pude acostumbrarme a este paisaje al grado de preferir ver algo en el televisor mientras saboreo mi café, antes de caer embelezado por la película que la naturaleza prepara para mí y unos pocos mortales en esta parte de la costa.
Como nunca he visto el amanecer en el lado este, siempre me he imaginado los amaneceres en los que el sol sale por el mar, pero creo que la puesta del sol en el azul profundo no tiene comparación.
Siempre he sido amante de los autos, así que dediqué muchos años de mi vida a soñar que compraba y manejaba mis autos ideales para robar miradas en los semáforos. Es una ironía de la vida que ahora que traigo el auto de mis sueños no haya ningún semáforo en el cual hacer alto para que me vean.
Recuerdo que a mis quince inventaba cualquier pretexto para usar el carro de mi mamá, pero ahora a mis 40 no recuerdo el último día que manejé. Mis hijas nunca han seguido mis gustos y aficiones así que no creo que se vayan a pelear por mi carro cuando decida prescindir de él. Tal vez acabe vendiéndoselo a precio de regalo a algún amigo, como siempre he hecho con mis cosas, porque bien dice mi esposa "soy re bueno pa vender".

Voy por la tercera taza de café del día y creo que ya es hora de el paseo en lancha del miércoles. En la ciudad solía matar la semana el viernes, y desde ahí no volvía a pensar en el trabajo hasta el lunes entrando al estacionamiento. Que pesadilla el trabajo de burócrata en esa oficina a la que llegaba brincando de grupo en grupo, del grupo de conductores histéricos al grupo de peatones frenéticos, y de este, al grupo de checadores de tarjeta y de ahí al mar de gente que inundaba las oficinas en cuestión de minutos. Ahora veo esos días tan lejanos que parece un sueño de hace muchos, muchos años.
Saldré en la lancha a pescar la comida. Nada como un robalo fresco, tortillas estilo mexicano (cortesía de la mucama) y un buen guacamole del que hace mi esposa. Siempre fui un preocupado de mis arrugas, recuerdo que no quería que me diera ni el sol porque quería envejecer un poco más dignamente que esto, porque estas patas de gallo han crecido a pasos agigantados de tanto sol. Podré ahorrarme unos pocos kilos de pescado a la semana pero la factura me sale más cara en la cara. Ernest Heminway se veía chavo junto a mí. El viejo y el mar fue un libro que me marcó, supongo por eso acabé en esta vida tan aburrida pero también tan buscada.
¿Dónde estarán mis huaraches?
Ya no recuerdo la última vez que mis hijas pasearon conmigo en la lancha. En el yate nunca me hicieron el feo y hasta a sus amiguitas invitaban, pero era mucho para el uso que le doy, perdí mucho más tiempo cuidándolo y reparándolo que lo que disfruté paseando en él. Al principio me molestaba el agua en el fondo, porque me ensuciaba los pies y tan poco acostumbrado a caminar descalzo me molestaba caminar con los zapatos mojados. Lo ueno de mis huaraches es que con tanto fregado callo ya los siento como parte de mis no muy bonitos pies. Bonito pescador resulto sin saber nadar. A nadie de los del dominó de los martes le he contado que no nado. Creo que se morirían de la risa luego de las aventuras que hemos pasado en el mar, confiando en que en caso necesario contarían conmigo para atender cualquier emergencia en el agua.

Llevo tanto rato pensando en bajar las escaleras a la costa que se me hace que ya mejor me tomo la primera cerveza del día y cambio el menú por unas almejas con mucho limón y un toque de sal. He comido almejas y ostiones tantas veces que si su fama popular de afrodisíacas fuera tan cierta ya hubiera necesitado una buena dosis de litio para atenuar el candor, jajaja.

Mi esposa viaja tanto a la cuidad con las niñas que ya paso gran parte del año solo. Este retiro más que del trabajo resultó ser un retiro de mi vida tal como la conocía. Si un día me muero podrían pasar un par de semanas antes de que Pepe el de la tienda o los viejos del dominó me echen de menos. Sólo para eso le veo utilidad al celular, para que cuando no lo conteste sepan que ya me morí... o que me fui a pescar y lo olvidé.

Tal vez mañana desempolve el convertible para visitar a mi antiguo amigo de Playa Sola. Ya no estoy para andar en moto y tengo un par de años sin verlo. Bien merece echar a andar el cacharro superdeportivo para ir a visitarlo y salir a buscar un semáforo en el que nos puedan ver esperando la luz verde, con nuestros sombreros de palma y nuestras camisas hawaianas. Par de rabos verdes.

Tal vez esta tarde sólo camine. En estas fechas la playa está llena de huevos de tortuga. Podré salvar unos pocos para ayudar a que esas pequeñas mueran comidas por un pez y no por un humano irrespetuoso de la naturaleza. Tomaré un paquete de cervezas y caminaré hasta el faro. Hago seis cervezas de ida y vuelta. Caminar un six me hará bien.

Que buenas almejas.

A la nevera. Al mal paso darle prisa.

Soñar no cuesta nada.

Soy perfil bajo, de los Ruiz de Nochistlán.

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